Rodrigo Peralta (Santiago de Chile 1973). Licenciado en Educación, actor, profesor, escritor y poeta chileno. Testigo directo del quehacer cultural y político de finales de los ’80 y la década de los ’90 donde se formó como artista. Ha publicado los libros "Hacia la noche de afuera" (2003), "De-Claro" (2011) y "Una luz imprudente" (2021, Argentina). Ha colaborado en revistas como Absenta, A 89, Oropel y ha realizado crítica teatral en el diario Cine Literatura. Sus poemas han sido incluidos en antologías como "Una invitación, un poema" (Chile) y "Anuario bilingüe de poesía de San Diego / fractal 2020-2021" (Garden Oak Press, San Diego, California, Estados Unidos, compiladora Olga Gutiérrez García). Actualmente es director y editor de Ediciones Filacteria y vive en Talca.
A continuación presentamos un extracto del libro "Una luz imprudente" (Buenos Aires Poetry, 2021).
* *
*
EL
HABITANTE
1
El rostro de
un Habitante proyectado en un muro.
En cualquier ciudad del mundo un muro y un Habitante.
2
Café negro,
ceniza de cigarro en el suelo.
El oficial tiene la boca vaporosa y con espuma. Existe expectación en el
entorno.
Ya no importa la “L” en los pasaportes, tampoco las listas con nombres
prohibidos.
Son tiempos de
retornos, de regresos voluntarios, de treguas. El oficial respira hondo y deja
escapar una sonrisa. El oficial da la bienvenida y luego
se retira apresurado, junto a su escolta espumosa.
Los últimos
en descender del avión son Ana y el Habitante, caminan por la loza, es primera
vez que se ven,
el trecho para llegar donde se encuentra la multitud
se hace extenso. Sus maletas son livianas,
vienen casi
vacías, como el día de su partida.
Al llegar al
acceso de salida y entrada del aeropuerto
no queda nadie, solo el tráfico habitual
de unos pocos pasajeros y los taxis negros con techo amarillo, esperando a los
últimos retornados de la jornada.
Dejan sus
maletas en el suelo, se miran y proceden a recibirse estrechando sus manos,
a saludarse con un abrazo
y sellar el encuentro con un beso, simulando todos esos años “sin vernos”.
Por lo pronto
hay que ordenar la casa
y conocer a los nuevos integrantes de la familia.
Ana abre las
ventanas,
sacude los muebles y pone a tostar un poco de pan para terminar el desayuno
pendiente.
El Habitante
enrola un cigarrillo,
se sienta a contemplar los cuadros y las fotografías que cuelgan de uno de los
muros de la casa.
3
El Habitante
sale a la ciudad con una libreta donde escribió algunas direcciones que
recordaba. Es irreconocible el paisaje, el rio sigue su curso, sus aguas son
pesadas y oscuras. Hay memorias inexistentes en el mapa. No encontró a nadie,
ni siquiera algún vestigio.
Se sienta
frente al museo, esta algo agobiado, tiene sed y poco dinero. Toma agua de la
que sería el último bebedero del parque. Al país donde regresó, todo se
vende y se compra.
Pasan
patrullas con sus sirenas encendidas, la película es en blanco y negro. Se ve
mucho movimiento, autos sin placa que suben hacia el oriente. El despliegue es
impresionante. El Habitante entra a un negocio, mientras compra cigarrillos,
por la televisión se informa del asesinato de un senador de la república. El
locatario aplaude, una mujer que se encuentra haciendo un pan con mortadela lo
increpa - ¡son los terroristas!- El habitante sale del negocio dejando
atrás la discusión, las sirenas están por todos lados, le tiemblan las
piernas, le sudan las manos, piensa en voz alta –no he llegado a buen lugar,
necesito un trago–.
El Habitante
entra a una fuente de soda en calle Bandera. Ahí se cobija y pide una malta
con cacao. Se mira en el extenso espejo que se encuentra en la barra, ve pasar
su vida cansada; no hay nada más que hacer por el momento, solo esperar que
baje la conmoción en la ciudad por la muerte del senador y la fuga masiva de
la cárcel pública. La libertad tiene un costo y el habitante lo sabe muy
bien.
Pide otra
malta, se la bebe en un par se sorbos, se acomoda el Jopo y su polera marinera,
se arremanga los jeans y limpia sus bototos. Prosigue su recorrido hacia el
poniente.
El Habitante
es hijo legítimo de una generación impertinente, sabio pasajero de clase
incómoda, que cuando estalla en melancolía camina en busca de un recital punk
en algún lugar de la vieja ciudad.
DECORADO
2
Una torre de
alta tensión. Un conjunto de edificios emplazados en lo que fue el centro de
la provincia. En sus azoteas, un centenar de antenas y cables y fecas, y
motores de ventilación artificial, porque las calderas en los subterráneos
dejaron de funcionar cuando todos se marcharon hacia la capital, que está a
unas pocas cuadras, en línea recta, avenida arriba, cruzando DIGNIDAD.
Desde el
margen se habita en verticalidad, si quieres eliminarte por fatiga existencial,
te lanzas al patio colectivo, y dará lo mismo si vives o mueres –que es lo
más probable–, porque no eres el centro de atención.
Tu alma
gravitará y la animita que construyan en tu memoria la harán desaparecer
porque no será adecuada para el paisaje trizado de espejos, con olor a
escombros, papeles quemados y aguas teñidas que se escurren
por las
alcantarillas.
Una torre de
alta tensión. Un conjunto de edificios. Apagón.
TRIZADO
Juliano decía
que las cosas eran un destello, como la bala que remata al que traiciona.
Pero Juliano
jamás gatilló la negra de calibre 38 largo. Sólo tenía la boca con aliento
a pólvora. Viejo Juliano, el vino y el queso, el mejor del barrio. Él, mi
padre postizo, cercano amigo.
Juliano y el
espagueti.
Su tratoría y sus gritos guirnaldaban la cuadra:
Olores mi boca la noche.
Siempre lo decía luego de unas cuantas copas
de su mejor brebaje –olores mi boca la noche– y desaparecía dejándome una
canción de Adamo sonando del viejo toca discos heredado de su nonno.
Desperté
frente a una ventana intermitente de luz.
A veces pienso en regresar, sé que ha pasado el tiempo,
sé que aquí estoy seguro, pero ahí permanecen las imágenes a todo color, como aquel día en que te vi en Casa Cena.
Yo era el
niño que iba junto a ese hombre la mañana del 76 caminando por el centro de
la ciudad.
Esa madrugada
en Casa Cena te reconocí de inmediato.
Te levantaste
al baño, todo ocurría como si fuera la mejor escena de una película de
gánster. Pensaba que en cualquier momento el director diría ¡corte! Pero
la secuencia siguió su curso. Te abordé en el baño.
Al principio
sonreíste, pero cuando la negra calibre 38 largo entró en tu boca bastardo de
mierda, apelaste a los años, al olvido y llorabas de miedo pidiéndome por tu
miserable vida.
Tus huesos
viejos quedaron marcados en mis dedos. Caíste al suelo pidiendo ayuda. Pero
nadie vino por ti.
Regresé a mi mesa, terminé mi botella y salí tranquilo en dirección desconocida.
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