domingo, 12 de julio de 2020




Claudio Andrés Maldonado (1977) es un narrador que vive en Talca desde el año 2013. Dentro de sus publicaciones se destaca: La caída del silencio (Ediciones Aguafuerte, 2001), el libro de cuentos Santo Sudaca (Editorial Fuga, 2008), selección de cuentos carcelarios Clínica de la libertad (Ediciones Del Aire, 2010) y la novela Piel de gallina (Editorial Inubicalistas, 2013). Sus artículos y ficciones se encuentran en la web y en medios de prensa escrita nacional. Se desempeña como académico en la Universidad Católica del Maule y en la Universidad de Talca.

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SULTÁN

    De malas ganas su tía Zoila le pasó cuarenta lucas. Y llegó a Santiago. A las tres de la mañana toca mi puerta y yo lo miro por el ojo mágico. Venga para acá, mi niño loco -le digo- ¿Vienes de Curicó y quieres alojamiento? No hay problema -le susurro-  esta es como tu casa. Y sus manos, con olor a viajero de campo, se pegaron firme en la tela desgastada de mi bata roja.  

    Lo conocí en mis tiempos de instituto. El último año tuvimos que ir a cortar el pelo a los pueblos chicos. Me tocó en las escuelas rurales de Lontué. El Sultán estaba de auxiliar de aseo en la de Choroy. El Sultán a pesar de ser bien huaso bruto nunca se  avergonzó de mi gordura. Me decía que la vida no estaba hecha para andar  de fijado, que al final todos éramos hermanos y que te invito a mi pieza a probar una cosita buena. Durante un mes y medio fumamos marihuana y tomamos chicha dulce. No recuerdo haber sentido otra compañía en el lugar. Prometimos escribirnos, pero como buen chileno sabíamos que sólo eran mentiras de buena crianza. El Sultán había llegado a la capital para ser famoso. Había salido sorteado en La Gran Gracia del Milenio. En la tele.

    ¿Y cuál era su gracia? ¿El número de la escoba floja?, ¿el acto de los pulmones vírgenes? Nos reímos, nos reíamos mucho. El Sultán se había arreglado los dientes, lo noté porque sus palabras perfumaban de menta mi cara pegada en la luz de luna, que esa noche, a pesar de no estar llena, iluminaba como nunca mi portal. Sentado en el sillón de mimbre le pregunté: ¿Y cuántos cupones mandaste? Nunca me lo había dicho, ¿Cantaba como la Sarita Montiel?, ¿Bailaba como el Michael Jackson? Ese negro la embarra. Pensé que era una broma. Es que Sultán -le dije- si tú me dices que con eso  participas  en la Gran Gracia del Milenio yo me muero.

    Según el Sultán yo fui el primero en ver la exclusiva. Se sacó los zapatos, luego los pantalones y al final la camisa. Por un momento me asusté y me puse como tomate, pero era imposible, el Sultán me respetaba más de lo que yo creía. Cuando terminó el numerito le dije: por siempre te voy a recordar. Como están las cabezas de la gente. Seguro que ganas -le volví a susurrar- cuando preguntó si tenía alguna opción. Esa noche me dormí en el sillón. Le dejé mi cama para que estuviera más tranquilo. Debía estar en el canal antes de las nueve, para la prueba de selección final. En el refrigerador había queso y leche. Encima de la estufa le dejé plata para locomoción. Chao. El Sultán quería ser famoso, si caía en gracia lo vería en los diarios y en internet. Tomó el colectivo equivocado, pero no importó, lo dejó como a tres cuadras de la cumbre.

    Y ahora que todos los viernes lo veo en un programa de trasnoche, dando entrevistas en la radio, haciendo comerciales, me pregunto cuándo será su caída. Porque es duro, y ha sido fácil, porque el Sultán se ha transformado en una moda de exportación. Todos quieren imitarlo. Aquí tengo el video de su número. Lo veo y ya lo creo. El Sultán se desnuda (ahora tiene un traje color piel) abre sus piernas y construye en el vacío un triángulo perfecto, poco a poco dobla el tronco hacia el espacio trasero de la pirámide de aire, el cuello es una culebra que seduce a los hombros y a la pelvis que se confunde con los huesos de su espalda  torcida hacia un público que congela su aplauso cuando Sultán  encaja con maestría la mandíbula en sus nalgas,  saca su lengua y  la ensarta por diez minutos  en el centro del ojete de su culo. No faltan los que dicen que puede llegar a superar el record de 15 minutos del eslovaco Rudonja. Tan lejos, tan cerca.

    Ponle un nombre al número -le dije esa noche al Sultán-. Ahora lo conocen como el “Huaso Lengua de Oro”. He tratado de hablar con él,  para que los managers no lo jodan con la plata, pero siempre está presente el maldito buzón de su voz. Seguro estará ensayando arriba de un monociclo o con antorchas en las manos. Yo lo espero. A la hora que se asome le diré que lo quiero de verdad. Nunca se burló de mi gordura. Yo nunca me reiré cuando se quede sin pantalla y sin monedas, cuando aterrado por volver a Lontué vuelva a golpear la puerta y me pida ayuda para instalarse con un kiosko o un carrito tapizado de dulces y  recuerdos viejos. 







POESÍA


I

Tras la firma del contrato, bajo el cargo de bestia útil, sobre el miedo de un barranco que aprendió a saltar en sueños, descansa el gesto de mi madre grabando un tiempo de humo.

Me toca una pastilla suave, meter con gracia la cabeza entre las muelas del producto, cancelar la transfusión con la tarjeta sin saldo, escuchar la oratoria clonada del ministro de plagas.

Estirar el dedo del miembro y agitar la vía láctea del catálogo de tetas, hacer que mi lengua sea un chasqui y mecerme como larva en el jolgorio de mi corazón borracho de mentiras.


HIJO



La única diferencia entre nosotros es que tú siempre jugaste con la posibilidad de volver a reiniciar. Estabas noches enteras guardando los aciertos y avanzando sin la medida del tiempo, siempre más pequeño que tu destreza. Yo en cambio sólo tenía un puñado de fichas y un montón de simios en la espalda esperando mi caída. Esa fue nuestra única diferencia. En todo lo demás perdimos en la misma etapa, esa de un presente que jurábamos que existía y era nuestro.


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